El crimen político ha sido una herramienta cruel a la que las clases dominantes han apelado muy frecuentemente para sostener o hacer crecer su hegemonía.
Cuando una fuerza social redentora o un liderazgo renovador asoma la cabeza, el sistema no pierde tiempo en asesinar. En Venezuela recordamos todos los 21 de junio a Fabricio Ojeda. Quienes le conocieron personalmente y lucharon junto a él hasta sus últimos días, saben que el jefe revolucionario nunca se hubiese suicidado. El régimen lo asesinó estando preso, igual que mataron a Jorge Rodríguez y, tiempos antes, al maestro Alberto Lovera.
Esa realidad aberrante de la historia de las sociedades clasistas que es la derecha, no vaciló en engendrar al fascismo y al nazismo, como expresiones extremas de su deseo de asesinar. Veintisiete millones de víctimas pagaron los pueblos de la desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas para detener al monstruo hitleriano, aunque la historia hecha en Holiwod no los recuerde. El imperialismo es así, “una tendencia a la violencia y a la reacción”.
Recientemente, organizaciones independientes de derechos humanos en Colombia, han denunciado que, sólo en el primer año de gobierno del presidente Álvaro Uribe, fueron cometidos en ese país hermano siete mil (7.000) asesinatos por motivos políticos. Uno no puede evitar recordar a Gaitán, flagelado en plena ebullición de su enorme liderazgo popular, o a los candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Osas, de la Unión Patriótica, único caso de partido político legal cuyos militantes fueron literalmente todos asesinados por el régimen.
Pero el caso que grafica de manera más dramática la sed de sangre de la derecha en el continente, lo constituye sin duda la triste experiencia de nuestros hermanos del Cono Sur. Allí la rapiña norteamericana, al influjo de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, usó a las fuerzas armadas de esos países como perros de caza para perseguir y desaparecer a la izquierda latinoamericana. Derrocaron gobiernos democráticos como el de Salvador Allende en Chile y Joao Goulart en Brasil, impusieron dictaduras militares en todo el área, y las hicieron confabular en la llamada Operación Cóndor, para generar una transnacional del terror sin precedentes en la historia universal.
La Operación Cóndor fue una creación del Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger y Pinochet que en junio de 1976 se reunieron en Santiago a propósito de la Asamblea General de la OEA. Además del espaldarazo dado por EEUU a la dictadura, allí se definió la coordinación de los cuerpos represivos de Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil, donde Chile tendría el papel director. Ya en septiembre de ese año, cuando la opinión pública mundial ignoraba totalmente la existencia del Operativo Cóndor, un cable del agente especial del FBI en Buenos Aires, Robert Scherrer, definía con lujo de detalles el significado de la Operación: “el Operativo Cóndor es el nombre en clave para la recolección, intercambio y almacenamiento de información secreta relativa a los llamados izquierdistas, comunistas y marxistas, que se estableció recientemente entre los servicios de inteligencia en América del Sur, con el fin de eliminar las actividades terroristas marxistas en la región... implica la formación de grupos especiales de los países miembros que deberán viajar por cualquier parte del mundo... para llevar a cabo castigos, incluido el asesinato...”
Unos días antes del envío de ese cable y dos meses y medio después de la reunión Kissinger-Pinochet, una bomba activada a control remoto hizo volar por los aires el carro en que se desplazaba el ex Canciller de Allende, Orlando Lettelier. Ocurrió el 21 de septiembre en el corazón de Washinton, en Sheridan Circle, la avenida de las embajadas. Dos años atrás, un 30 de septiembre, una explosión similar acabó con la vida del general Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert en Buenos Aires. Prats fue comandante en jefe del ejército chileno cuando Allende.
En el marco de Operación Cóndor, los Estados Unidos a través de la CIA y la derecha latinoamericana, asesinaron y desaparecieron a decenas de miles de personas, y provocaron la mayor oleada de expatriados de toda nuestra historia. Crímenes que aún siguen impunes al cobijo de las speudodemocracias tuteladas por el fusil oligarca y el dólar, que sustituyeron a los Stroessner, Pinochet, Videla y Bordaberry.
En Centroamérica, la guerra sucia desatada por los Estados Unidos contra el movimiento popular, desde las muertes de Sandino y Farabundo Martí o el derrocamiento de Jacobo Arbens hasta la invasión mercenaria contra la Nicaragua sandinista, dejaron un saldo espantoso de cientos de miles de víctimas mortales y millones de desplazados, en una población relativamente pequeña.
Por eso cuando veo caer al suelo el cuerpo inerme de Tortosa y de todas las víctimas del golpe fascista de abril del 2002, no puedo dejar de relacionar estos hechos con la presencia terrible de una derecha al servicio de los intereses imperialistas capaz de asesinar sin límites ni escrúpulos con tal de tener el poder que desea. Menos entonces puedo olvidar que nuestro deber es defendernos. Que aquellos que sólo soñamos un mundo mejor, más justo, más digno para todos, la gente de izquierda pues, no podemos descuidar ni un solo instante al enemigo que siempre acecha.
Esa realidad aberrante de la historia de las sociedades clasistas que es la derecha, no vaciló en engendrar al fascismo y al nazismo, como expresiones extremas de su deseo de asesinar. Veintisiete millones de víctimas pagaron los pueblos de la desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas para detener al monstruo hitleriano, aunque la historia hecha en Holiwod no los recuerde. El imperialismo es así, “una tendencia a la violencia y a la reacción”.
Recientemente, organizaciones independientes de derechos humanos en Colombia, han denunciado que, sólo en el primer año de gobierno del presidente Álvaro Uribe, fueron cometidos en ese país hermano siete mil (7.000) asesinatos por motivos políticos. Uno no puede evitar recordar a Gaitán, flagelado en plena ebullición de su enorme liderazgo popular, o a los candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Osas, de la Unión Patriótica, único caso de partido político legal cuyos militantes fueron literalmente todos asesinados por el régimen.
Pero el caso que grafica de manera más dramática la sed de sangre de la derecha en el continente, lo constituye sin duda la triste experiencia de nuestros hermanos del Cono Sur. Allí la rapiña norteamericana, al influjo de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, usó a las fuerzas armadas de esos países como perros de caza para perseguir y desaparecer a la izquierda latinoamericana. Derrocaron gobiernos democráticos como el de Salvador Allende en Chile y Joao Goulart en Brasil, impusieron dictaduras militares en todo el área, y las hicieron confabular en la llamada Operación Cóndor, para generar una transnacional del terror sin precedentes en la historia universal.
La Operación Cóndor fue una creación del Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger y Pinochet que en junio de 1976 se reunieron en Santiago a propósito de la Asamblea General de la OEA. Además del espaldarazo dado por EEUU a la dictadura, allí se definió la coordinación de los cuerpos represivos de Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil, donde Chile tendría el papel director. Ya en septiembre de ese año, cuando la opinión pública mundial ignoraba totalmente la existencia del Operativo Cóndor, un cable del agente especial del FBI en Buenos Aires, Robert Scherrer, definía con lujo de detalles el significado de la Operación: “el Operativo Cóndor es el nombre en clave para la recolección, intercambio y almacenamiento de información secreta relativa a los llamados izquierdistas, comunistas y marxistas, que se estableció recientemente entre los servicios de inteligencia en América del Sur, con el fin de eliminar las actividades terroristas marxistas en la región... implica la formación de grupos especiales de los países miembros que deberán viajar por cualquier parte del mundo... para llevar a cabo castigos, incluido el asesinato...”
Unos días antes del envío de ese cable y dos meses y medio después de la reunión Kissinger-Pinochet, una bomba activada a control remoto hizo volar por los aires el carro en que se desplazaba el ex Canciller de Allende, Orlando Lettelier. Ocurrió el 21 de septiembre en el corazón de Washinton, en Sheridan Circle, la avenida de las embajadas. Dos años atrás, un 30 de septiembre, una explosión similar acabó con la vida del general Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert en Buenos Aires. Prats fue comandante en jefe del ejército chileno cuando Allende.
En el marco de Operación Cóndor, los Estados Unidos a través de la CIA y la derecha latinoamericana, asesinaron y desaparecieron a decenas de miles de personas, y provocaron la mayor oleada de expatriados de toda nuestra historia. Crímenes que aún siguen impunes al cobijo de las speudodemocracias tuteladas por el fusil oligarca y el dólar, que sustituyeron a los Stroessner, Pinochet, Videla y Bordaberry.
En Centroamérica, la guerra sucia desatada por los Estados Unidos contra el movimiento popular, desde las muertes de Sandino y Farabundo Martí o el derrocamiento de Jacobo Arbens hasta la invasión mercenaria contra la Nicaragua sandinista, dejaron un saldo espantoso de cientos de miles de víctimas mortales y millones de desplazados, en una población relativamente pequeña.
Por eso cuando veo caer al suelo el cuerpo inerme de Tortosa y de todas las víctimas del golpe fascista de abril del 2002, no puedo dejar de relacionar estos hechos con la presencia terrible de una derecha al servicio de los intereses imperialistas capaz de asesinar sin límites ni escrúpulos con tal de tener el poder que desea. Menos entonces puedo olvidar que nuestro deber es defendernos. Que aquellos que sólo soñamos un mundo mejor, más justo, más digno para todos, la gente de izquierda pues, no podemos descuidar ni un solo instante al enemigo que siempre acecha.
Debemos defendernos. Con la razón y con la fuerza, hermanos. Que la derecha no perdona.
Yldefonso Finol Ocando
Economista. Doctorando en Derechos Humanos de la Universidad de Salamanca, con Diploma de Estudios Avanzados en Historia Contemporánea. Tesis Doctoral sobre Imperialismo y Derechos Humanos en América Latina. Fue Constituyente por el Estado Zulia. Actualmente colabora con al gestión del gobernador del Estado Falcón, Jesús Montilla, como Presidente de la Corporación Falconiana de Turismo y Director de la Escuela de Formación Política-Ideológica de los Cuadros de la Revolución Bolivariana.
Yldefonso Finol Ocando
Economista. Doctorando en Derechos Humanos de la Universidad de Salamanca, con Diploma de Estudios Avanzados en Historia Contemporánea. Tesis Doctoral sobre Imperialismo y Derechos Humanos en América Latina. Fue Constituyente por el Estado Zulia. Actualmente colabora con al gestión del gobernador del Estado Falcón, Jesús Montilla, como Presidente de la Corporación Falconiana de Turismo y Director de la Escuela de Formación Política-Ideológica de los Cuadros de la Revolución Bolivariana.
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