El código Yumare
José Vicente Rangel
Los pequeños féretros estaban allí, frente a nosotros, con los restos mortales de Dilia Antonia Rojas, Alfredo Caicedo Castillo, Simón Romero Madrid, Rafael Ramón Quevedo Infante, Nelson Martín Castellano Díaz, José Rosendo Silva Medina, Pedro Pablo Jiménez García, Luis Rafael Guzmán Green y Ronald José Morao Salgado.
Nueve en total. Asesinados a sangre fría por efectivos de la Disip comandados por López Sisco -hasta hace poco director de seguridad del gobierno de Manuel Rosales en el Zulia-, agentes de la policía regional de Yaracuy y del Ejército, el 8 de mayo de 1986, durante el gobierno de Jaime Lusinchi. Allí estaban en la amplia galería de la parte de atrás del viejo Cuartel San Carlos, centro de oprobio, de incontables violaciones de los derechos, convertido ahora en espacio para la actividad cultural. Nos habíamos congregado antiguos camaradas de lucha, comunicadores, artistas, parlamentarios, y los familiares de las víctimas, mujeres y hombres curtidos en el sufrimiento a lo largo de 19 años de persecuciones y segregación. Allí estaba la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, quien conoce como nadie de esas luchas.
Todo ello en el marco de la sobriedad, de remembranzas imborrables, de afectos que el tiempo no ha logrado marchitar.
El recuerdo ha sido más poderoso que el tiempo y el amor venció al odio. En aquel momento de recogimiento rememoré las incontables visitas a la antigua cárcel. La leyenda flota en el ambiente. Está inscrita en sus paredes y en el testimonio de los perseguidos de toda la vida que se mantiene vivo. El día del homenaje, con ocasión de la entrega por el Ministerio Público de los restos de los masacrados en la celada planificada por los organismos de seguridad e inteligencia en tierras de Yaracuy, fue el momento para contrastar pasado y presente. Aquellos tiempos de incontables atropellos, de desconocimiento de elementales normas de respeto al ser humano, en el ejercicio de una política de Estado que instauró la masacre como código represivo. El formato fue siempre el mismo, consecuencia de la decisión de exterminar al adversario, y se reprodujo sistemáticamente en grandes operaciones desde los siniestros Teatros de Operaciones (TO), casos de Yumare, Cantaura, El Amparo, hasta acciones medianas y pequeñas de eliminación -por razones políticas e ideológicasde quienes estaban sentenciados por la doctrina de seguridad imperial.
Con el rescate de la memoria, simbolizado por la recuperación de los restos de los masacrados en la agreste montaña yaracuyana, se inicia un proceso real -creo que irreversibleen contra de la impunidad y del olvido. El sistema que institucionalizó la masacre, que durante décadas la practicó como quiso, con absoluto desprecio a la norma legal; que trabajó política, mediática y judicialmente para borrar cualquier vestigio de la sangrienta felonía en que incurrió, ahora está emplazado y comienza un proceso inverso de toma de conciencia y fijación de responsabilidades.
Porque detrás de esa política de terrorismo de Estado hay nombres e instituciones concretos.
Están los personajes que la idearon e impulsaron desde la cúpula del poder así como los ejecutores materiales.
La imprescriptibilidad de esos crímenes obliga a las instituciones del presente a actuar conforme a la ley. Y así como en el Sur del continente los represores son enjuiciados y condenados, en nuestro país, donde se iniciaron algunas de esas prácticas genocidas -desapariciones, torturas, reclusión al margen del estado de derecho- vivimos una moratoria que según parece toca a su fin.
Mientras los herederos del fascismo de esa época se empeñan ahora en disputar la bandera de los derechos humanos con el fariseísmo pintado en el rostro, en el país avanza la reivindicación de la justicia fundada no en la venganza sino en la imperiosa necesidad de que ésta se realice plenamente. Más allá de cualquier especulación es lo que los venezolanos queremos.
José Vicente Rangel
Los pequeños féretros estaban allí, frente a nosotros, con los restos mortales de Dilia Antonia Rojas, Alfredo Caicedo Castillo, Simón Romero Madrid, Rafael Ramón Quevedo Infante, Nelson Martín Castellano Díaz, José Rosendo Silva Medina, Pedro Pablo Jiménez García, Luis Rafael Guzmán Green y Ronald José Morao Salgado.
Nueve en total. Asesinados a sangre fría por efectivos de la Disip comandados por López Sisco -hasta hace poco director de seguridad del gobierno de Manuel Rosales en el Zulia-, agentes de la policía regional de Yaracuy y del Ejército, el 8 de mayo de 1986, durante el gobierno de Jaime Lusinchi. Allí estaban en la amplia galería de la parte de atrás del viejo Cuartel San Carlos, centro de oprobio, de incontables violaciones de los derechos, convertido ahora en espacio para la actividad cultural. Nos habíamos congregado antiguos camaradas de lucha, comunicadores, artistas, parlamentarios, y los familiares de las víctimas, mujeres y hombres curtidos en el sufrimiento a lo largo de 19 años de persecuciones y segregación. Allí estaba la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, quien conoce como nadie de esas luchas.
Todo ello en el marco de la sobriedad, de remembranzas imborrables, de afectos que el tiempo no ha logrado marchitar.
El recuerdo ha sido más poderoso que el tiempo y el amor venció al odio. En aquel momento de recogimiento rememoré las incontables visitas a la antigua cárcel. La leyenda flota en el ambiente. Está inscrita en sus paredes y en el testimonio de los perseguidos de toda la vida que se mantiene vivo. El día del homenaje, con ocasión de la entrega por el Ministerio Público de los restos de los masacrados en la celada planificada por los organismos de seguridad e inteligencia en tierras de Yaracuy, fue el momento para contrastar pasado y presente. Aquellos tiempos de incontables atropellos, de desconocimiento de elementales normas de respeto al ser humano, en el ejercicio de una política de Estado que instauró la masacre como código represivo. El formato fue siempre el mismo, consecuencia de la decisión de exterminar al adversario, y se reprodujo sistemáticamente en grandes operaciones desde los siniestros Teatros de Operaciones (TO), casos de Yumare, Cantaura, El Amparo, hasta acciones medianas y pequeñas de eliminación -por razones políticas e ideológicasde quienes estaban sentenciados por la doctrina de seguridad imperial.
Con el rescate de la memoria, simbolizado por la recuperación de los restos de los masacrados en la agreste montaña yaracuyana, se inicia un proceso real -creo que irreversibleen contra de la impunidad y del olvido. El sistema que institucionalizó la masacre, que durante décadas la practicó como quiso, con absoluto desprecio a la norma legal; que trabajó política, mediática y judicialmente para borrar cualquier vestigio de la sangrienta felonía en que incurrió, ahora está emplazado y comienza un proceso inverso de toma de conciencia y fijación de responsabilidades.
Porque detrás de esa política de terrorismo de Estado hay nombres e instituciones concretos.
Están los personajes que la idearon e impulsaron desde la cúpula del poder así como los ejecutores materiales.
La imprescriptibilidad de esos crímenes obliga a las instituciones del presente a actuar conforme a la ley. Y así como en el Sur del continente los represores son enjuiciados y condenados, en nuestro país, donde se iniciaron algunas de esas prácticas genocidas -desapariciones, torturas, reclusión al margen del estado de derecho- vivimos una moratoria que según parece toca a su fin.
Mientras los herederos del fascismo de esa época se empeñan ahora en disputar la bandera de los derechos humanos con el fariseísmo pintado en el rostro, en el país avanza la reivindicación de la justicia fundada no en la venganza sino en la imperiosa necesidad de que ésta se realice plenamente. Más allá de cualquier especulación es lo que los venezolanos queremos.
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