El punto de partida de la revolución socialista es la conquista del poder político, lo cual se expresa en la necesidad de eliminar el Estado que la burguesía creó para la dominación y sustituirlo por uno popular, democrático y revolucionario
Jesús Faría (Todos Adentro)
La cuestión del poder asume un rol de primer orde en la fase de transición del capitalismo al socialismo.
En el pasado, regímenes de explotación del hombre por el hombre eran sustituidos por otro de la misma naturaleza. Este desplazamiento de un modo de producción por otro era sustentado por la fortaleza económica de la clase emergente (fue el caso de la burguesía en el feudalismo, por citar un ejemplo); en tanto que la conquista del poder político se producía, en buena medida, como resultado de la mencionada fortaleza. Se hacía coincidir el poder económico con el político, lo cual se producía sobre la base de revoluciones políticas para edificar un nuevo sistema de explotación.
Demoler la estructura
El Estado burgués no se “extingue”, tiene que ser abolido . La clase dominante ejerce su poder sobre el resto de la sociedad a través del Estado, el cual tiene una función esencial: garantizar la estabilidad del orden socioeconómico establecido. Esto significa que la única forma de lograr un profundo cambio social es derrocando dicha estructura en el marco de una intensa lucha de clases.
Es precisamente en el capitalismo cuando se configura por primera vez en la historia una situación en la que una clase social explotada y desprovista de poder económico, la clase obrera, se rebela en contra de la estructura dominante con una propuesta históricamente viable de organización social que suprima la explotación. Para ello debe disponer de una maquinaria para el ejercicio del poder político.
El punto de partida de la revolución socialista es la conquista del poder político, lo cual se expresa en la necesidad de suprimir el Estado burgués y sustituirlo por uno popular, democrático y revolucionario.
Lenin ilustra esta situación con especial claridad:
“Cualquiera que sean las formas que adopte una República, aunque se trate de la más democrática, si es una República burguesa, si mantiene la propiedad privada sobre la tierra, las fábricas y talleres, si el capital privado mantiene a la sociedad toda bajo la esclavitud asalariada,…, este Estado será sencillamente una máquina para la opresión de unos por otros. Y debemos poner esa máquina en manos de la clase llamada a derrocar el poder del capital.… Con esta máquina o con ese garrote acabaremos con toda explotación”.[1]
Necesidad histórica del Estado revolucionario
Durante las revoluciones, procesos de complejos quiebres históricos que generan abundantes tensiones y resistencias, la clase revolucionaria debe establecer un sistema de gobierno y una institucionalidad que garanticen la defensa de lo conquistado y el avance del proyecto naciente. Este sistema lo podemos definir como democracia popular y revolucionaria.
Se trata de la forma de gobierno más democrática que conoce la historia hasta ese momento. Es en él donde la mayoría del pueblo, las masas trabajadoras, por vez primera conquistan el poder y lo ejercen, poniendo en evidencia las limitaciones e hipocresía del liberalismo burgués.
Este orden político revolucionario no representa un sistema perfecto de democracia. De hecho, este es irrealizable dentro de una sociedad clasista y, mucho menos, en el marco de una revolución. El nuevo orden político es la expresión de la voluntad de las mayorías que impone restricciones políticas y económicas a la burguesía, despojada de su poder y que emplea la violencia en busca de restituir el viejo régimen.
A partir de este momento el Estado deja de ser un instrumento de dominación de la mayoría por parte de una élite y se convierte en un instrumento de transformación al servicio de las masas populares, se transforma en un espacio de organización del pueblo para el despliegue de sus potencialidades. Los trabajadores se organizan de acuerdo con sus intereses para establecer nuevas estructuras de poder, el poder popular, que expresa una nueva hegemonía política.
Consolidación y defensa de la revolución bolivariana
A pesar de que apenas se esbozaban tímidos planteamientos de cambio, los actos contrarrevolucionarios de los años 2002-2003 nos anunciaron la necesidad de instaurar un sistema político de esta naturaleza.
Actualmente en pleno proceso de construcción, su duración se extenderá hasta la creación de condiciones estables para el despliegue de la sociedad socialista, en tanto que sus rasgos responderán a la intensidad de los ataques de la contrarrevolución.
En una revolución democrática, como también lo evidenció la experiencia chilena, esto adquiere una especial complejidad.
Instituciones burguesas conspiran permanentemente en contra de los objetivos históricos de la revolución, lo que implica un largo y tortuoso período de desplazamiento de la institucionalidad burguesa por el poder popular.
Pese a la complejidad, es inadmisible caer en el chantaje de la gobernabilidad, fomentar las vacilaciones reformistas. Estas tienen sus exponentes en el seno de las fuerzas revolucionarias y se hace indispensable derrotarlas. Es preciso descartar la tesis de la administración de la crisis sistémica del régimen burgués por temor a su exacerbación. El grado de complejidad de la revolución venezolana no admite una postergación indefinida a la solución de las contradicciones fundamentales.
La tarea de la transición se resume en la superación de la crisis a través de la hegemonía revolucionaria. Ello impone la demolición de la maquinaria estatal burguesa y el despliegue máximo del poder popular.
[1] V. I. Lenin: Acerca del Estado
Jesús Faría (Todos Adentro)
La cuestión del poder asume un rol de primer orde en la fase de transición del capitalismo al socialismo.
En el pasado, regímenes de explotación del hombre por el hombre eran sustituidos por otro de la misma naturaleza. Este desplazamiento de un modo de producción por otro era sustentado por la fortaleza económica de la clase emergente (fue el caso de la burguesía en el feudalismo, por citar un ejemplo); en tanto que la conquista del poder político se producía, en buena medida, como resultado de la mencionada fortaleza. Se hacía coincidir el poder económico con el político, lo cual se producía sobre la base de revoluciones políticas para edificar un nuevo sistema de explotación.
Demoler la estructura
El Estado burgués no se “extingue”, tiene que ser abolido . La clase dominante ejerce su poder sobre el resto de la sociedad a través del Estado, el cual tiene una función esencial: garantizar la estabilidad del orden socioeconómico establecido. Esto significa que la única forma de lograr un profundo cambio social es derrocando dicha estructura en el marco de una intensa lucha de clases.
Es precisamente en el capitalismo cuando se configura por primera vez en la historia una situación en la que una clase social explotada y desprovista de poder económico, la clase obrera, se rebela en contra de la estructura dominante con una propuesta históricamente viable de organización social que suprima la explotación. Para ello debe disponer de una maquinaria para el ejercicio del poder político.
El punto de partida de la revolución socialista es la conquista del poder político, lo cual se expresa en la necesidad de suprimir el Estado burgués y sustituirlo por uno popular, democrático y revolucionario.
Lenin ilustra esta situación con especial claridad:
“Cualquiera que sean las formas que adopte una República, aunque se trate de la más democrática, si es una República burguesa, si mantiene la propiedad privada sobre la tierra, las fábricas y talleres, si el capital privado mantiene a la sociedad toda bajo la esclavitud asalariada,…, este Estado será sencillamente una máquina para la opresión de unos por otros. Y debemos poner esa máquina en manos de la clase llamada a derrocar el poder del capital.… Con esta máquina o con ese garrote acabaremos con toda explotación”.[1]
Necesidad histórica del Estado revolucionario
Durante las revoluciones, procesos de complejos quiebres históricos que generan abundantes tensiones y resistencias, la clase revolucionaria debe establecer un sistema de gobierno y una institucionalidad que garanticen la defensa de lo conquistado y el avance del proyecto naciente. Este sistema lo podemos definir como democracia popular y revolucionaria.
Se trata de la forma de gobierno más democrática que conoce la historia hasta ese momento. Es en él donde la mayoría del pueblo, las masas trabajadoras, por vez primera conquistan el poder y lo ejercen, poniendo en evidencia las limitaciones e hipocresía del liberalismo burgués.
Este orden político revolucionario no representa un sistema perfecto de democracia. De hecho, este es irrealizable dentro de una sociedad clasista y, mucho menos, en el marco de una revolución. El nuevo orden político es la expresión de la voluntad de las mayorías que impone restricciones políticas y económicas a la burguesía, despojada de su poder y que emplea la violencia en busca de restituir el viejo régimen.
A partir de este momento el Estado deja de ser un instrumento de dominación de la mayoría por parte de una élite y se convierte en un instrumento de transformación al servicio de las masas populares, se transforma en un espacio de organización del pueblo para el despliegue de sus potencialidades. Los trabajadores se organizan de acuerdo con sus intereses para establecer nuevas estructuras de poder, el poder popular, que expresa una nueva hegemonía política.
Consolidación y defensa de la revolución bolivariana
A pesar de que apenas se esbozaban tímidos planteamientos de cambio, los actos contrarrevolucionarios de los años 2002-2003 nos anunciaron la necesidad de instaurar un sistema político de esta naturaleza.
Actualmente en pleno proceso de construcción, su duración se extenderá hasta la creación de condiciones estables para el despliegue de la sociedad socialista, en tanto que sus rasgos responderán a la intensidad de los ataques de la contrarrevolución.
En una revolución democrática, como también lo evidenció la experiencia chilena, esto adquiere una especial complejidad.
Instituciones burguesas conspiran permanentemente en contra de los objetivos históricos de la revolución, lo que implica un largo y tortuoso período de desplazamiento de la institucionalidad burguesa por el poder popular.
Pese a la complejidad, es inadmisible caer en el chantaje de la gobernabilidad, fomentar las vacilaciones reformistas. Estas tienen sus exponentes en el seno de las fuerzas revolucionarias y se hace indispensable derrotarlas. Es preciso descartar la tesis de la administración de la crisis sistémica del régimen burgués por temor a su exacerbación. El grado de complejidad de la revolución venezolana no admite una postergación indefinida a la solución de las contradicciones fundamentales.
La tarea de la transición se resume en la superación de la crisis a través de la hegemonía revolucionaria. Ello impone la demolición de la maquinaria estatal burguesa y el despliegue máximo del poder popular.
[1] V. I. Lenin: Acerca del Estado
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