El 9 de abril de 1948, como en la celebrada novela de José Eustasio Rivera, Colombia jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia. Al conjuro de tres balazos infames estalló la nervadura nacional del país hermano y la vorágine de la guerra sacudió a Bogotá, atravesó ríos, caminos, veredas y terminó aposentándose hasta el sol de hoy en ciudades, pueblos y montañas. La Nueva Granada, núcleo de la patria grande fundada por el Libertador, no pudo, no ha podido amansar el egoísmo de la feroz oligarquía que se acostumbró a saldar con sangre su derecho divino a oprimir, explotar y vivir del trabajo de los otros.
Desde luego, esa violencia no fue súbita: Comenzó a incubarse en los días republicanos primigenios, cobró presa magna cuando, apuntando al corazón de Bolívar y de su obra mayor, abatió al Mariscal Sucre, siguió descargándose con regularidad cotidiana sobre las peonadas en los latifundios y sobre los semiesclavizados en las ciudades, dictó ucase mortal contra cualquiera que osara enfrentarla y se trenzó en lucha cruenta de facciones “conservadoras” y “liberales” por el trofeo del aparato estatal y la primacía política y económica, enlazando a los sectores populares tras una y otra banderías. Así, hasta el momento en que éstas comprendieron la necesidad de entenderse y borraron sus inquinas, porque la “chusma estúpida” o “populacho soez”, bajo la guía de un líder nacido de su entraña, se estaba transformando en pueblo que superaba la división y pugnaba por recuperar lo que le habían arrebatado. La sentencia sobre la cabeza de Jorge Eliécer Gaitán llevaba la marca de la godarria unida.
La ruptura con el proyecto bolivariano iniciaba, vía la conchupancia Santander-Henry Clay, la penetración del incipiente imperialismo del Norte, que hoy ejerce señorío sobre la oligarquía desnacionalizada y remacha la opresión del pueblo, con los planes antipatria, los enclaves militares y los consorcios transnacionales patrones de la economía legal e ilegal. En el debe histórico de bulto están el sabotaje al Congreso Anfictiónico, la secesión de Panamá en 1903 para abrir el Canal (la cual contó, cómo no, con celestinaje oligárquico), la masacre contra los obreros de la United Fruit en 1928, la maquinación en el “caso” Gaitán, a quien primero el FBI y luego la CIA tildaban de comunista, y la progresiva caracterización terrorista del Estado.
Antes de Gaitán había contado el pueblo colombiano con otro notable caudillo, el general Rafael Uribe Uribe (si hubiere nexo familiar con el actual de ese apellido, seguro que no lo hay en sensibilidad y humanidad), quien, según J. A. Osorio Lizarazo, quería que el Partido Liberal “abrevase en la fuente del socialismo (…) para que incorporase tesis nuevas de equilibrio económico y de equidad social”. La oligarquía lo asesinó también, el 15 de octubre de 1914. Gaitán asumió esos principios, y, en el Manifiesto de la “Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria” (UNIR), con la cual intentó en 1933 trascender el Partido Liberal (del cual a la postre asumiría la jefatura, pese a la animadversión de sus cabecillas tradicionales), invita “a los desheredados, a los perseguidos, a todos los oprimidos y explotados, a formar un frente único para luchar y conquistar la justicia”, y declara: “la tierra debe ser para quien la trabaja, el latifundio es un crimen, el enriquecimiento con la explotación es ilícito y criminal, los obreros deben intervenir en la reglamentación y administración de las fábricas, el Estado tiene el deber de intervenir en la dirección de la economía…”. Era demasiado para los oligarcas.
En abril de 1948 se reunía en Bogotá la IX Conferencia de la Unión Panamericana, ente que buscaba lavarse la cara al convertirse en OEA. El estudiante Fidel Castro se encontraba también en esa capital, promoviendo “contra aquella comedia” una “organización continental de juventudes”, y solicitó y obtuvo el apoyo de Gaitán, a expresarse en un mitin fijado para el día 9, precisamente. El crimen lo canceló. El futuro revolucionario cubano señaló luego su apreciación sobre el colombiano: “Su tipo indio, su faz muy inteligente, brillante político, brillante orador, brillante abogado, mi gran impresión de Gaitán”. Cuyo asesinato, se ha repetido hasta la saciedad, partió en dos la historia de Colombia. “Y desde entonces fuego, pólvora desde entonces, y desde entonces sangre”, válganos el verso de Neruda. Y frustración de todo intento de paz, la cual sólo es posible, lo consagran la Biblia y la historia, por el camino de la justicia.
Desde luego, esa violencia no fue súbita: Comenzó a incubarse en los días republicanos primigenios, cobró presa magna cuando, apuntando al corazón de Bolívar y de su obra mayor, abatió al Mariscal Sucre, siguió descargándose con regularidad cotidiana sobre las peonadas en los latifundios y sobre los semiesclavizados en las ciudades, dictó ucase mortal contra cualquiera que osara enfrentarla y se trenzó en lucha cruenta de facciones “conservadoras” y “liberales” por el trofeo del aparato estatal y la primacía política y económica, enlazando a los sectores populares tras una y otra banderías. Así, hasta el momento en que éstas comprendieron la necesidad de entenderse y borraron sus inquinas, porque la “chusma estúpida” o “populacho soez”, bajo la guía de un líder nacido de su entraña, se estaba transformando en pueblo que superaba la división y pugnaba por recuperar lo que le habían arrebatado. La sentencia sobre la cabeza de Jorge Eliécer Gaitán llevaba la marca de la godarria unida.
La ruptura con el proyecto bolivariano iniciaba, vía la conchupancia Santander-Henry Clay, la penetración del incipiente imperialismo del Norte, que hoy ejerce señorío sobre la oligarquía desnacionalizada y remacha la opresión del pueblo, con los planes antipatria, los enclaves militares y los consorcios transnacionales patrones de la economía legal e ilegal. En el debe histórico de bulto están el sabotaje al Congreso Anfictiónico, la secesión de Panamá en 1903 para abrir el Canal (la cual contó, cómo no, con celestinaje oligárquico), la masacre contra los obreros de la United Fruit en 1928, la maquinación en el “caso” Gaitán, a quien primero el FBI y luego la CIA tildaban de comunista, y la progresiva caracterización terrorista del Estado.
Antes de Gaitán había contado el pueblo colombiano con otro notable caudillo, el general Rafael Uribe Uribe (si hubiere nexo familiar con el actual de ese apellido, seguro que no lo hay en sensibilidad y humanidad), quien, según J. A. Osorio Lizarazo, quería que el Partido Liberal “abrevase en la fuente del socialismo (…) para que incorporase tesis nuevas de equilibrio económico y de equidad social”. La oligarquía lo asesinó también, el 15 de octubre de 1914. Gaitán asumió esos principios, y, en el Manifiesto de la “Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria” (UNIR), con la cual intentó en 1933 trascender el Partido Liberal (del cual a la postre asumiría la jefatura, pese a la animadversión de sus cabecillas tradicionales), invita “a los desheredados, a los perseguidos, a todos los oprimidos y explotados, a formar un frente único para luchar y conquistar la justicia”, y declara: “la tierra debe ser para quien la trabaja, el latifundio es un crimen, el enriquecimiento con la explotación es ilícito y criminal, los obreros deben intervenir en la reglamentación y administración de las fábricas, el Estado tiene el deber de intervenir en la dirección de la economía…”. Era demasiado para los oligarcas.
En abril de 1948 se reunía en Bogotá la IX Conferencia de la Unión Panamericana, ente que buscaba lavarse la cara al convertirse en OEA. El estudiante Fidel Castro se encontraba también en esa capital, promoviendo “contra aquella comedia” una “organización continental de juventudes”, y solicitó y obtuvo el apoyo de Gaitán, a expresarse en un mitin fijado para el día 9, precisamente. El crimen lo canceló. El futuro revolucionario cubano señaló luego su apreciación sobre el colombiano: “Su tipo indio, su faz muy inteligente, brillante político, brillante orador, brillante abogado, mi gran impresión de Gaitán”. Cuyo asesinato, se ha repetido hasta la saciedad, partió en dos la historia de Colombia. “Y desde entonces fuego, pólvora desde entonces, y desde entonces sangre”, válganos el verso de Neruda. Y frustración de todo intento de paz, la cual sólo es posible, lo consagran la Biblia y la historia, por el camino de la justicia.
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